Una reflexión sobre la iglesia y la trampa de la notoriedad
Por: Catherine Cañón Sarmiento
Parte 1 – ¡Cómo han caído los valientes!
Hace poco vi un video sobre el retiro de un joven cantante de la música cristiana, aduciendo la necesidad de darle un giro radical a su carrera para “estar en consonancia con sus convicciones personales”, y ser así honesto consigo mismo.
Era la continuación fortuita de un video anterior, en el cual se discutía la presunta declaración como homosexual del talentosísimo joven.
“Be true to yourself”, dicen algunas películas de gringos…
«Princesa Disney, ¿estás ahí?»Sin embargo, el narrador no se limitó a contar los hechos y a conjeturar: también expresó su dolor por el rumbo que ha tomado la vida del músico, hizo un sentido llamado para orar pidiendo su restauración y pidió no hablar más del tema en las redes sociales.
Inmersa en su disertación, el autor hizo una crítica generalizada hacia la tendencia de la iglesia actual de enaltecer el enorme talento de algunas personas con el sobrenombre de “cristianas”, elevándolas al estatus de “estrellas cristianas”, sin tener en cuenta su carácter y –menos aún- su relación con Dios. Y, por supuesto, habló de las nefastas consecuencias de seguir pensando y andando según la carne, como si aquello de ser “nuevas criaturas en Cristo” no hubiera implicado el abandono de las viejas fórmulas mentales y parámetros de éxito y aceptación para adoptar los más altos y mejores.
Al reflexionar sobre todas las aristas del problema (el orgullo del corazón humano, la concupiscencia que nos lleva a enaltecer la farándula, la necedad de la iglesia), entró en mi corazón una carga por todos los famosos «artistas» cristianos actuales que enaltecemos sin ningún rubor, y sobre quienes ponemos el peso de una responsabilidad que no les corresponde: les hicimos depositarios de nuestros anhelos y fantasías, les erigimos como modelos a seguir y les conferimos –en un reiterado ejercicio de soberana estupidez y exacerbado egoísmo- el privilegio y poder de ejercer influencia sobre nosotros, nuestros jóvenes y niños. Les dimos permiso de identificarse con nuestras cédulas, sin haber revisado sus actas de nacimiento, si me entienden la analogía.
Lo peor es que, en casos como el del joven músico, muchos en la iglesia se han levantado de la banca junto con el resto de los esclavos del súper- liberalismo axiológico, para aplaudir ferozmente el sacrificio de esas víctimas consagradas a ese dios de fantasía que, con melosa sonrisa y encantadora voz, les abre de par en par las puertas del infierno.
Específicamente, mi pensamiento se dirigió a aquellos que tras haberse forjado una carrera dentro de la subcultura cristiana -o usar ese apellido mientras triunfaban en los campos seculares, han renunciado abiertamente al cristianismo, la iglesia cristiana o al Cristo verdadero. En su lugar, han preferido abrazar filosofías en las cuales el Dios de las Escrituras no tiene cabida –y ningún otro dios, de paso. Para tristeza nuestra y vergüenza de todos, muchos han adoptado estilos de vida abiertamente contrarios a las Escrituras, entre los cuales brillan como luz fatua la homosexualidad, el adulterio, la defraudación y la estafa, el lavado de activos, la corrupción, la pederastia, el irrespeto a la Ley y la rebelión contra las autoridades. Todo esto se ha hecho en público, a nivel global y con el patrocinio del sacrosanto “libre desarrollo de la personalidad” y del supuesto “amor de Cristo”, el cual parece más bien el de un dios “hippiesco” y multicolor, desteñido con el cloro de lo “políticamente correcto”, hiper- diverso y deformado, edulcorado, ñoño y sonso sin ninguna relación con el verdadero Dios y Amo del Universo.
«¡Viva la libertad de auto-determinación! ¡Viva la sinceridad! ¡Aplaudamos el valor de no vivir una doble vida, y salir de la opresión hipócrita de los parámetros religiosos!»
Sí, claro…
Y tras ellos, se van aplaudiendo sus seguidores.
Cualquiera de nosotros es proclive a envanecer a nuestros hermanos en la fe, exaltándoles hasta los confines de la galaxia por sus talentos o cualquier otro atributo destacado. Ese es un lado del problema.
Sin embargo, el otro es peor de doloroso: si no caemos detrás de ellos cuando ejercen su derecho a “ser sinceros consigo mismos” en lugar de arrepentirse de su pecado, los aplastamos sin piedad como castigo por salirse de los parámetros de conducta e imagen que les hemos impuesto.
(Cristiano 1): ¡Impónganle la letra escarlata a ese pagano, por infiel a Dios!..
Lo dice el mismo que tiene una amante que podría ser su hija
Les amamos en tanto sean abanderados públicos del cristianismo, lleven cruces o el símbolo del pez y la cruz colgado al cuello y hablen de Jesús hasta cuando no les están preguntando. Esperamos que ellos sean consecuentes con su proclamada fe (que triunfen donde nosotros, los miserables mortales no famosos, fracasamos) siempre den respuestas correctas a preguntas difíciles, o se ajusten a la imagen de perfección y meta- santidad que nos formamos de ellos en nuestras mentes. Por eso, si un deportista o artista identificado como cristiano nos falla, por haber caído en adulterio o haberse vuelto un petulante de miedo, ya no sirve como modelo a seguir dentro de la iglesia y, en consecuencia, es desechado de la comunidad en una especie de excomunión tácita.
Sin embargo, qué hay de nosotros? ¿Acaso es solamente el artista o personaje público quien sufre las consecuencias aplastantes de una notoriedad mal llevada dentro de la iglesia?¡Cómo han caído los valientes! Y ¡Cuántos incautos caen tras ellos, arrastrados por los hedores de su notoriedad cuidadosamente disimulados tras notas perfumadas de nardo en costosos envases!
Como enfrentamos este análisis frente a las Escrituras? Que versículo bíblico nos recomiendas?
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Gracias por tu comentario. Para responderlo, lo primero debería ser revisar el que conocemos como el «nuevo mandamiento», contenido en Juan 15.12 y que implica amarnos y cuidarnos como Cristo nos ama y cuida, al punto de sacrificarnos por el otro, en vez de sacrificar al otro por nuestros deseos.
Por otra parte, tenemos el llamado de Pablo a los corintios de procurar la edificación del cuerpo de Cristo y no la satisfacción personal (1 Cor. 14.12 y 26, por ejemplo), el llamado a no pensar como niños que siempre buscan ser saciados antes que saciar (1 Cor. 14.20) y el recordatorio de que ya no tenemos por qué estar sujetos a la forma de pensar y actuar del mundo «farandulero», pues fuimos hechos nuevas criaturas en Cristo y podemos conocer su mente (su manera de pensar) a través de Su palabra y en la comunión del Espíritu Santo (2 Cor. 5.17 y 1 Cor. 2.16).
Estos son algunos pasajes que nos pueden ayudar a reflexionar sobre este y otros temas, pero hay mucho más en las Escrituras.
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