Reflectores, luces y abismos- Parte 2

Por: Catherine Cañón Sarmiento

Parte 2 – Quien crea estar firme, ¡amárrese los cordones!

La semana pasada hablamos de las personas cuyas vidas son expuestas ante los medios como muestras del «talento cristiano», llegando incluso a ser puestos como ejemplo de cómo deberíamos ser los seguidores de Cristo, pero que al final sucumben bajo el peso de las expectativas puestas por nosotros mismos sobre sus hombros. Ya saben, esa manía problemática de lanzar gente a la trampa de la notoriedad, sin mayores miramientos ni reflexiones, saciando el hambre implacable de la diosa Fama y diciéndole al mundo que también la iglesia de Cristo tiene su propia farándula.

Sin embargo, quienes caen en las fauces de eso que hemos llamado «notoriedad», acusándola de ser la hermana bastarda de la fama, no siempre lo hacen empujadas por los reflectores de YouTube o las luces escénicas de Spotify: de hecho, se puede caer demasiado bajo con mucho menos.

Bienvenidos a un nuevo episodio de «La tiendita postmoderna del horror», con la participación especial de los músicos más jóvenes y prominentes de la farándula religiosa, e introduciendo a «los nuevos gnomos que sólo conoce la mamá»

Verán, los humanos, hijos de Adán e hijas de Eva, «viles criaturas orgánicas concebidas en una cama» (valga la referencia a C.S. Lewis), tenemos una debilidad metida hasta la médula en nuestra cabeza, voluntad y corazón. Tiene un nombre simple y rimbombante que incluso ha figurado en los títulos de grandes obras literarias:

«Orgullo».

Es una grieta largamente ignorada y pobremente explorada en nuestra reflexiones diarias, y gracias a ella nos encantan la notoriedad, la popularidad y el reconocimiento de otros seres humanos desde que nuestros primeros padres quisieron ser como dioses.

«Ser como el Incomparable cuando morimos por demostrar nuestra valía; querer ser vida cuando estamos muertos; desear la honra del amo cuando ni siquiera sabemos servir…»

El orgullo tiene muchas manifestaciones, pero hay una en particular que surge cuando ya no nos reconocemos como siervos, ni a nuestro Dios como el legítimo y verdadero dueño de «nuestras» facultades y talentos. En algún momento de nuestra historia dejamos de buscar su honra y comunicar su prestigio, para complacernos con la alabanza y la exaltación que le pertenecen únicamente a Él.

«Las felicitaciones reiteradas son al alma débil como goteras en la sala… ¡y la mía está inundada!«.

¡Cuán refrescantes pueden ser para el alma las felicitaciones ocasionales, el reconocimiento por un trabajo bien hecho, la gratitud por un servicio prestado con esfuerzo y dedicación! Las palabras de aliento por el trabajo hecho sin ninguna pretensión de grandeza, son muchas veces regalos de Dios para darnos cuenta que, como lo dijo tan puntualmente Pablo, nada de lo hecho para el Señor es en vano -aunque sea en secreto.

Pero el más bajo instinto del ser humano necesita muy poco impulso, cuando se imprime en un alma más o menos inmadura. Por eso, hasta la belleza de la gratitud puede ser tropiezo para el más silencioso y menos notorio servidor de Cristo y de su iglesia, en cualquier parte del universo y a lo largo y ancho de la historia, si se deja ganar terreno del orgullo y no sigue el consejo de arrojarse a los pies del Maestro que dio Pedro en su primera carta:

«Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, y Él os exaltará cuando fuere tiempo»

1 Pe 5.6

Si usted y yo no lo hacemos, estimado lector, terminaremos lanzándonos solitos en los brazos ardientes de la infame diosa Fama o en el lecho de su hermana bastarda, quedando a merced de nuestro propio orgullo y en oposición directa con nuestro Señor.

En otras palabras, si no hacemos pronto un giro radical en el camino y cambiamos nuestra manera de percibirnos a nosotros mismos, a nuestro trabajo y a nuestro Señor, terminaremos acariciando y anhelando nuestra pequeña notoriedad doméstica como Gollum a su Precioso, alimentándola como a la insaciable planta de la «Tiendita del horror» hasta que nos pida más que nuestra propia vida, e incluso sintiendo celos cuando ella se entregue a alguien distinto a nosotros.

Si nos descuidamos y no le damos a nuestro carácter la atención que necesita, descenderemos muy bajo pasando por encima de las cabezas de nuestros hermanos y hermanas y destrozando a quienes amamos por celos, envidia y soberbia.


«El propio virus zombi».
«Tan pronto evidencie los síntomas, busque tratamiento sin dilación.
En caso de ser mordido por un paciente afectado, lávese de inmediato con agua pura y busque sanidad».


Si les soy sincera, disfruto mucho cuando mi comunidad de fe me prodigan su cariño, confianza y además me confieren algo de notoriedad entre ellos.

Esto suele ocurrir con frecuencia cuando se tiene el privilegio de servir en los escenarios más visibles como la música, la enseñanza, el pastorado, la consejería o las misiones; no obstante, los ujieres, secretarios, maestros de niños, quienes hacen el aseo en los lugares de reunión y sirven «tras bambalinas» en general, deben tener mucho cuidado pues no son invulnerables ante los embates del orgullo.

«Seguro están pensando en quitarme el puesto, y dárselo al reemplazo de hoy… ¿Será que hice algo mal? ¿Qué voy a hacer, si pierdo mi lugar en el ministerio? ¿Qué puedo hacer para convencer al pastor de no sacarme del servicio?»

Nadie, jamás, en ninguna parte del universo, nunca es inmune al orgullo.

Tenemos entonces un problema práctico: nos cuesta mantener un concepto adecuado de nosotros mismos, seamos parte de una micro comunidad o tengamos muchos contactos y seguidores en redes sociales, seamos ujieres o líderes de alabanza. Y si nuestro ego se infla cuando apenas somos visibles en nuestra pequeña porción del universo, ¿qué pasaría si fuéramos famosos de verdad, como Israel Houghton, Juan Carlos Alvarado o Christine D’Clario?

Por favor, díganme que no me pasa solamente a mí…

«El que piense estar firme…» ¡amárrese los cordones!

Ver 1 Cor. 10.12

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