El orden de los factores

Por: Catherine Cañón

Tal vez sea hilar demasiado fino, pero considero que este podría ser un ejemplo de cómo la manera de decir las cosas deja en evidencia el verdadero enfoque desde el cual son vistas. Por eso, quisiera reflexionar brevemente sobre la siguiente pregunta: ¿Es la semántica una expresión del enfoque o perspectiva? Dicho en español llano: ¿puede el orden de las palabras alterar el sentido de una frase?

Me explicaré mediante un ejemplo: la gran mayoría de nosotros hemos expresado la confianza depositada en nuestro Dios a través de diferentes afirmaciones, y algunas incluso son cantadas entre la comunidad cristiana, como una expresión de fe personal. Una de esas afirmaciones es: «ya no tengo temor, porque soy hija de Dios«. Otra manera de decirlo sería “ya no tengo temor, porque Dios es mi Padre”. En principio, las dos se refieren a cómo nuestra relación con Dios (de Padre- hijos en nuestro ejemplo) nos da seguridad y nos permite vencer el temor. Y es una gran verdad expresada ampliamente a lo largo y ancho de las Escrituras[1].

Sin embargo, revisando cada expresión de cerca, con una mente, digamos, algo “quisquillosa”, podríamos encontrar que cada una podría estar enfocándose en un sujeto distinto de la oración. Reitero: esta quizá sea la clase de ejercicio al cual acude la mente ociosa en tiempos de cuarentena como los que transcurren hoy, pero ruego la indulgencia del lector.

Tomemos la primera fase: «ya no tengo temor, porque soy hija de Dios«. Según la construcción de la frase, la capacidad de no experimentar miedo (en una situación concreta o de forma general) reside en mi calidad de hija de Dios. Esta es una característica mía, me pertenece y nadie me la puede quitar pues es inherente a mi identidad. Puesto que soy hija de Dios, tengo privilegios y derechos fundamentados en los compromisos inalienables e inviolables hechos por mi Padre con respecto a mí -entre ellos el de proveer el pan que necesito de cada día, y darme la seguridad y la paz que me permitirán vivir sin temor[2].

Todo eso es verdad, y es muy bueno. Sin embargo, a la parte posmodernista de mi mente, que tiende a cuestionarlo todo, le surge una pregunta: ¿en dónde aparece el acento principal en esta primera frase: ¿en mí, que soy la hija, o en Dios, quien es mi padre?

Si, por otra parte, digo: «ya no tengo miedo porque Dios es mi padre«, podría ser más clara al comunicar que la razón de la seguridad en mi vida no reside en mi calidad de hija de Dios, sino en la de Dios como mi Padre. Es decir, no tengo miedo a afrontar la vida –o alguna situación en particular- porque el Dios Todopoderoso, el Creador del cielo, la tierra, el Universo, el Eterno Escritor y maestro, el que le da coherencia a nuestra malograda historia, ese mismo que no consideró su gloria como algo a qué aferrarse y se rebajó a la forma humana[3], ese mismo Dios que no tiene rival en ninguna galaxia real o imaginaria, me amó tanto que hizo lo imposible para poderme hacer su hija. Y yo era enemiga suya, menospreciándole y pisoteando todo lo sagrado con mi frente arrogante y corazón endurecido. Que Dios sea mi Padre es un regalo completamente inmerecido, imposible de ganar, derivado del amor inconmensurable del Altísimo y que me endilga una gran responsabilidad –y honor- de servirle. Después de todo lo mencionado anteriormente, “¿por qué he de temer?”[4], o “¿de quién he de atemorizarme”[5] si “Jehová es mi luz y mi salvación”[6]?

No soy hija de Dios porque lo haya querido yo, pues esto no habría pasado si Él no lo hubiera deseado primero[7]. Y Dios, mi Padre, es la fuente de todo buen regalo y todo “don perfecto”[8], entre ellos la paz[9]. En conclusión, el valor y la paz que me hacen no tener temor no se derivan de algo mío, por lo que el énfasis en la oración no debería estar en mí. Yo no soy el “sujeto activo” de la verdad bíblica respecto a la paz interna y la ausencia del temor[10]. la paz de Dios no es un derecho inalienable mío o solamente un privilegio posición de la cual disfruto; es la promesa inmanente de mi bondadoso Padre, quien está presente en mi barca aun en medio de la más violenta tormenta[11] y jamás ha roto uno solo de sus compromisos[12].

Hago bien en recordar que soy hija de Dios –y debo a mi Padre honra y entrega completa-. Sin embargo, también debo recordar que Dios Todopoderoso es mi padre, y eso implica que mi responsabilidad es la de vivir de una forma digna delante de Él. En resumen, es Él, no soy yo. Y eso no es cuestión de semántica.

Sí, amigos que saben detectar pronto las falacias argumentativas: seguramente de cualquiera de las dos maneras estaré diciendo lo mismo, y no hay razones para gastar “tinta” tratando de hallar diferencias profundas donde no las hay. Sin embargo, me pregunto si no estaremos invirtiendo el enfoque de nuestra vida al cambiar el orden de los sujetos en nuestras oraciones.

[1] Como ejemplos podemos citar varias salutaciones de Pablo (Gál. 1. 3; col. 1.2; 1 Tes. 1.1; 2 Tim. 1.2), en el cual desea a los destinatarios de sus cartas “gracia, misericordia y paz de Dios Padre y de Jesucristo nuestro Señor”. Asimismo, hay numerosos pasajes en los cuales se expone claramente que la seguridad y la paz vienen de Dios (Padre, Hijo, Espíritu Santo), en contraposición con el temor (Fil. 4.6-7; 1 Jn 4.15-19, Sal. 34.4 y 56.3, y los famosos y pluricitados Is. 41.10 y Josué 1.9, entre muchos otros.

[2] Mt. 5.25-34; Jn. 16.33.

[3] Fil. 2.7-8

[4] Sal. 49.5

[5]Sal. 27. 1d

[6] Sal 27.1a

[7]1 Jn. 4.19

[8] Stg 1.17, contenido en un texto sobre pruebas y tentaciones.

[9] Ro. 16.20a

[10] El tema gramatical es distinto, claro está.

[11] Mt. 8.23-27

[12] 2 Cor. 1.20

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